Sam Francis

Untitled, 1984

106.7 X 73 inch

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Francis Bacon: Realidades Distorsionadas y Emoción Pura

Francis Bacon: Distorted Realities and Raw Emotion

Por Nana Japaridze

En un estudio londinense tenuemente iluminado, repleto de manchas de pintura y desorden creativo, Francis Bacon dio forma a sus pesadillas sobre el lienzo. El pintor británico-irlandés se convirtió en una figura legendaria por sus cuerpos distorsionados y su intensidad emocional: desde papas que gritan hasta amantes retorcidos. Sus cuadros palpitan de deseo y angustia; las figuras, de carne casi tangible, parecen a veces trozos de carne colgante. Sus temas recurrentes —la vulnerabilidad, la soledad y la mortalidad— fueron plasmados con una inmediatez brutal que evitaba toda racionalidad. Bacon solía decir que una pintura debía golpear directamente el sistema nervioso, y su obra lo demuestra: grita antes de hablar.

Humanidad herida y verdad distorsionada

Surgido de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, Bacon supo captar el paisaje psicológico de una época traumatizada. En gran parte autodidacta, combinó influencias del surrealismo, la fotografía y los maestros antiguos para crear un lenguaje pictórico nuevo, feroz y profundamente humano. En 1945, el público londinense quedó sobrecogido ante Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixion. Sobre un fondo naranja incandescente, tres criaturas grotescas y semi-humanas se retuercen en un grito silencioso. Los críticos lo calificaron de “asombrosamente siniestro”, percibiendo en él el eco del trauma bélico y las recién reveladas atrocidades de los campos de concentración. Con esa obra, Bacon inauguró una visión del ser humano despojada de toda ilusión: herido, vulnerable y brutalmente verdadero.

Durante las décadas siguientes, llevó la pintura figurativa a territorios desconocidos. Sus personajes —solitarios, atrapados en jaulas geométricas o en habitaciones vacías— parecen suspendidos en un estado de tensión psicológica. Bacon exploró el cuerpo como un campo de batalla entre dolor y resistencia, donde la deformación física revelaba el tormento interior. Su célebre serie de los Papás que gritan, inspirada en el retrato de Velázquez del Papa Inocencio X, transformó la majestad papal en una visión de horror existencial. Con pinceladas violentas y pintura goteante, convirtió el poder en angustia, el trono en prisión. Las obras resultaban aterradoras y, al mismo tiempo, hipnóticas: obligaban al espectador a enfrentarse con la fragilidad del espíritu humano.

 

A pesar de la brutalidad de sus imágenes, Bacon negaba que su intención fuese escandalizar. Sus deformaciones buscaban transmitir una verdad psicológica, la esencia misma de la emoción más allá de la apariencia. “Mi pintura no es violenta”, decía, “la vida lo es”. Su propósito era atrapar la realidad, fijar en el lienzo esos instantes fugaces de miedo, deseo o amor que definen la existencia. Al trabajar con fotografías en lugar de modelos vivos, podía manipular rostros y cuerpos con libertad, plegándolos a su verdad emocional. En sus retratos repetidos de su amante George Dyer, la belleza se descompone en tragedia: la carne se disuelve en sombra, la ternura se transforma en pérdida. A través de la distorsión, Bacon desnudó la violencia íntima de la vida.

El Soho: arte, excesos y desesperación

 

La vida personal de Bacon era tan intensa como su pintura. Vivía entre extremos: lujo y miseria, carcajada y desesperanza. Fue una figura central del Londres bohemio de posguerra y un miembro habitual del legendario Colony Room Club de Soho, donde pintores, poetas y jugadores bebían hasta el amanecer. En aquel ambiente cargado de humo, Bacon reinaba como un orador brillante, copa de champán en mano, lanzando diatribas nihilistas con encanto mordaz. “Venimos de la nada y volvemos a la nada”, solía decir con una sonrisa irónica. Esa vida nocturna —caótica, brillante, autodestructiva— alimentaba su arte: las noches de excesos se convertían, al día siguiente, en visiones del alma humana destrozada.

 

Abiertamente homosexual en una época represiva, Bacon vivió sin máscaras, aunque a un alto costo emocional. Sus relaciones amorosas eran intensas y turbulentas. En los años cincuenta convivió con Peter Lacy, un ex piloto de combate de temperamento violento, cuya crueldad marcó profundamente su obra. Más tarde conoció a George Dyer, un joven delincuente del East End londinense que se convirtió en su gran amor y, al mismo tiempo, en su musa trágica. Dyer, de belleza magnética, era frágil, inseguro y adicto. Bacon lo pintó una y otra vez —a veces dormido, a veces como un espectro— como si tratara de salvarlo mediante la pintura.

En 1971, esa historia alcanzó su punto más devastador. Bacon fue homenajeado con una gran retrospectiva en el Grand Palais de París, un honor reservado hasta entonces solo a Picasso. Llegó a la capital francesa junto a Dyer, dispuesto a celebrar su consagración. Pero la víspera de la inauguración, Dyer se suicidó en su hotel. La exposición, pensada como apoteosis, se convirtió en un velorio. El dolor y la culpa impulsaron una de las series más sobrecogedoras de Bacon: los Trípticos Negros, en los que representó la muerte de Dyer con una frialdad casi insoportable. Figuras ensombrecidas se doblan sobre un inodoro, atrapadas en la penumbra. Son obras de duelo y de amor, consideradas entre las más profundas y sinceras de su carrera.

Legado e influencia

 

Cuando Bacon murió en 1992, su lugar en la historia del arte ya estaba asegurado. En una época dominada por la abstracción, revitalizó la pintura figurativa y demostró que el cuerpo humano, incluso deformado, podía revelar verdades más hondas que cualquier fotografía. Su arte probó que la distorsión podía ser tan radical como la abstracción, y que la emoción podía expresarse con igual fuerza a través del dolor y la forma.

 

Su influencia sigue viva en la pintura contemporánea. Jenny Saville ha heredado su fascinación por la carne y la vulnerabilidad; George Condo continúa su exploración de la psicología mediante retratos grotescos; Lucian Freud, amigo y rival de Bacon, compartía su búsqueda de la verdad del cuerpo, aunque desde un realismo brutal. Incluso Damien Hirst ha reconocido su deuda con Bacon, admirando su valentía para enfrentarse con la muerte y la condición humana. La idea baconiana de que el arte debe confrontar la realidad, no evadirla, sigue marcando a generaciones enteras de artistas.

Del estudio a la subasta

 

Bacon era despiadado consigo mismo: destruía todo cuadro que no cumpliera sus exigencias. Esa severidad dejó un corpus limitado, lo que aumentó su valor con el tiempo. Hoy, sus obras se cuentan entre las más codiciadas del mercado del arte. En 2013, su Three Studies of Lucian Freud alcanzó un precio récord de 142,4 millones de dólares, convirtiéndose en la pintura más cara jamás subastada hasta ese momento. Pero más allá de las cifras, su arte vale por lo que revela: los miedos, deseos y heridas universales que nos definen como humanos.

El arte de la distorsión

 

Francis Bacon volteó el cuerpo humano del revés para mostrar su verdad oculta. Sus cuadros no son simples visiones de horror, sino espejos donde reconocemos nuestra propia fragilidad. En sus figuras desfiguradas vemos reflejados nuestros temores, pasiones y el ineludible paso del tiempo. “En lo grotesco hay belleza, y en la belleza hay horror”, decía Bacon. Sus lienzos confirman esa paradoja: conmueven, perturban y permanecen grabados mucho después de que uno deje de mirarlos.

 

Décadas después de su muerte, su obra conserva una fuerza eléctrica. Sus gritos quizá se hayan apagado, pero su eco sigue resonando —recordándonos que en la distorsión se esconde la verdad, y que la emoción pura, cuando se expresa sin filtros, nunca pasa de moda.

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