Sam Francis

Untitled, 1984

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Crónicas de Modernidad: los legados pioneros de los simbolismos místicos de Joan Miró

Chronicles of Modernity: the Pioneering Legacies of Joan Miró’s Wandering Symbolisms

By Andrew Bay, UK
 

Joan Miró vivió y creó sus obras en los años más turbulentos del siglo XX. Fue testigo de los estragos políticos causados por la Guerra Civil española, sufrió el calvario sin precedentes de la Primera y la Segunda Guerra Mundial y sobrevivió a la pesadilla de vivir bajo el régimen totalitario de Franco durante más de 30 años. Joan Miró nació en 1893 en Barcelona, España. El padre de Miró fue un exitoso empresario de joyas, que esperaba que su hijo se hiciera cargo del negocio familiar. Aunque estudió comercio en la Universidad de Barcelona por lealtad al negocio familiar, Miró también asistió a clases de arte en La Llotja, la escuela de arte donde Picasso había estudiado. En 1911, mientras se recuperaba del tifus en la granja de su familia, la pasión de Miró por la pintura afloró por completo, en una serie de cuadros iniciales, que realizó en un febril arrebato creativo. Años más tarde, comparó su recuperación con una especie de experiencia casi religiosa, quizá resultado de su estado mental semidelirante, causado por la fiebre. Se había transportado a un nuevo plano de percepción a través de sus bocetos, y estaba decidido a seguir a su musa creativa al regresar a Barcelona. Poco después de regresar a la ciudad, asistió a una exposición de Arte Moderno, en la que se exponían obras de Fernand Leger y Marcel Duchamp. Así conoció por primera vez las nuevas corrientes artísticas que surgían en París. Tras finalizar sus estudios y mantener el negocio familiar durante unos años, decide finalmente partir hacia París en 1920, a la edad de 27 años.

A su llegada a la Ciudad de las Luces, Miró conoció enseguida a Tristan Tzara, que predicaba con fervor el evangelio del dadaísmo en los círculos artísticos de París. Miró se codeó con los artistas y escritores que se movían en torno al floreciente movimiento dadaísta, y con ellos descubrió nuevas posibilidades artísticas con las que solo podía soñar. Miró se sintió como en casa en París, donde vivió durante los diez años siguientes. La masía, pintada durante esos primeros años, en el invierno de 1922, se considera una de sus primeras grandes obras. Una memorable teselación de planos geométricos, que representa un granero, en medio de un campo arado, el cuadro ilustra la estrecha relación de Miró con el arte moderno. Su singular perspectiva de la realidad cautivó a Ernest Hemingway, a quien le encantó el cuadro y lo compró. En El campo labrado (1924) y Perro ladrando a la luna (1926), la desconexión entre el mundo físico y el paisaje, captada por Miró, es aún más llamativa. Este fraccionamiento de la experiencia de la conciencia y la realidad, que impregnaba los cuadros de Miró en aquella época, hizo que los surrealistas se interesaran mucho por su obra. Como movimiento, habían perdido colectivamente la fe en los discursos proporcionados hasta entonces por la Ciencia y el Progreso, que se habían visto destrozados por los horrores de la Primera Guerra Mundial. Los surrealistas, liderados por André Breton, querían descubrir lo que está latente bajo la superficie de nuestra conciencia. Consideraban que era allí, en los dominios del inconsciente, recién descubiertos por Freud y Jung, donde podía imaginarse un nuevo futuro para la humanidad, un futuro que intentaban frenéticamente captar y expresar a través de su Arte.

Pero este periodo de efervescencia artística no tardaría en verse empañado por la gran depresión económica de 1929, que sacudió de forma dramática a la mayoría de los países europeos, provocando un importante malestar social y dificultades para la gran mayoría de la población del continente. La creciente sensación de temor y desesperación de Miró se reflejó en algunos de los títulos de sus nuevos cuadros: Figuras delante de un volcán, Los dos filósofos. Eran reflejos angustiosos de las turbulencias políticas y económicas en las que se había sumido Europa en la década de 1930, y que iban cobrando protagonismo en la obra de Miró. Las imágenes y los símbolos que evocan la tragedia de la época se extienden como el fuego por los planos discontinuos de sus lienzos. En septiembre de 1939, las tropas del general Franco entraron victoriosas en Madrid y la Wermacht de Hitler conquistó Polonia: la Segunda Guerra Mundial acababa de empezar. Miró encontró consuelo en su práctica creativa. En el verano de 1940, viviendo a salvo con su familia, en un pequeño pueblo de Normandía, comenzó a esbozar los primeros bocetos de lo que sería su famosa serie de Constelaciones. Comenzaron como una inocente composición de manchas, esparcidas sin cuidado sobre el papel. Sin embargo, muy pronto Miró empezó a percibir formas animales y humanas a través de los patrones de color; los planetas y las estrellas cobraron vida a partir de líneas de carbón dibujadas con audacia. La pintura se abrió paso entre estos elementos dispares, hasta organizar estos dibujos primitivos en óleos de gran belleza.

Por desgracia, los bombardeos alemanes sobre el norte de Francia obligaron a Miró a trasladarse con su familia a la isla de Mallorca a principios de 1941. Allí, completó otra serie de obras de "flujo de conciencia," a las que llamó Constelaciones nocturnas. Son un reflejo asombroso de las obras que había realizado en Normandía el año anterior. La espléndida imaginación de Miró produjo un universo de cuento de hadas de alegorías seguras, conjuntos de estrellas que se enamoran de mujeres, y mujeres que se enamoran de motivos centelleantes al borde de rocas, planetas y lagos de plata. La poesía era el refugio en el que Miró se había refugiado contra la locura de un mundo moribundo. Fue en el fervor de este apogeo creativo cuando Miró recibió una petición del Museo de Arte Moderno de Nueva York para realizar una retrospectiva de su arte, que estaban deseosos de presentar al público estadounidense.  Esto provocó el comienzo de un creciente interés en su obra por parte del mundo artístico mundial: pronto le siguió un encargo de la UNESCO en París, así como ofertas de los principales museos de Estados Unidos. La guerra llegó a su fin y Miró decidió asentarse en Palma de Mallorca, frente a la costa de Barcelona. En su nuevo estudio, el más espacioso en el que había trabajado nunca, empezó a retomar viejos cuadros que no había podido completar durante la guerra.

Miró conoció otro espectacular avance artístico, en este nuevo entorno, cuando tenía más de 70 años. Se inspiró caprichosamente y empezó a producir símbolos en triples, de cualquier tema u objeto que capturara su imaginación. La ejecución en sí misma era breve, pero reducir su planteamiento conceptual a estos elementos básicos resultó ser un tremendo paso para el artista. Tuvo que abandonar cualquier técnica o estrategia creativa que conociera hasta entonces; fue un ejercicio ascético, de tabula rasa, al que se entregó de lleno. Había elevado su práctica a este estado de contemplación absoluta, desde el que podía cuestionar la esencia misma de la pintura como forma de arte y medio de expresión humana. Los lienzos se habían convertido en una puerta que podía atravesar; una vez abiertos, podían dividirse en piezas individuales más pequeñas, y la pintura se utilizaba simplemente como una superficie lijada sobre ellas, para permitir al artista liberarse a sí mismo y al lienzo. Estos experimentos dieron lugar a su famosa serie Fuegos artificiales (1974).

 Tras la muerte del general Franco, el rey Juan Carlos de España concedió al pintor la medalla de oro de las Bellas Artes. Miró trabajó sin descanso hasta sus últimos días, creando obras en multitud de contextos: teatro, cerámica, esculturas. Su obra, única en su género, documentó de forma impresionante el tormento y la agitación sin precedentes del siglo XX. La voz de Miró, en sus propias palabras, era "un grito de alegría" que le había liberado "de la angustia, de este mundo moderno e inútil."

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