Sam Francis

Untitled, 1984

106.7 X 73 inch

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Cómo Helen Frankenthaler Enseñó a Hablar al Color

How Helen Frankenthaler Taught Color to Speak

Por Emilia Novak

Cuando Helen Frankenthaler extendió por primera vez un lienzo sin preparar en el suelo de su estudio en 1952 y comenzó a verter pintura diluida sobre su superficie, no podía imaginar que estaba cambiando el rumbo del arte moderno. Con apenas veintitrés años, inventó un nuevo lenguaje pictórico: uno que sustituyó la intensidad gestual del Expresionismo Abstracto por algo luminoso, atmosférico y silenciosamente radical. Su técnica del soak-stain —literalmente “empapado y manchado”—, nacida de un acto de audaz experimentación, abrió el camino hacia el Color Field Painting y dio pie a una nueva generación de artistas dispuestos a replantearse qué podía ser la pintura.

Infancia y formación artística

Helen Frankenthaler nació en 1928 en una familia intelectual y acomodada de Manhattan. Su padre era juez del Tribunal Supremo de Nueva York, y ella creció rodeada de cultura y pensamiento. Estudió en la Dalton School bajo la tutela del pintor mexicano Rufino Tamayo y más tarde en Bennington College, donde recibió una sólida formación en arte moderno.

Tras graduarse, se sumergió en la efervescente escena artística neoyorquina de la posguerra —un mundo dominado por hombres, en el que destacaban figuras como Jackson Pollock, Willem de Kooning y Mark Rothko. Observó atentamente sus lienzos, asimilando el revolucionario método de Pollock de trabajar sobre el suelo y los campos de color luminosos de Rothko.

Igualmente determinante fue su relación con el influyente crítico de arte Clement Greenberg, quien fue tanto su mentor como, brevemente, su pareja. Greenberg la introdujo en los círculos más relevantes de la vanguardia y la animó a dejar atrás la imitación para desarrollar su propia voz artística. Y lo hizo —de manera decisiva.

El gran descubrimiento de 1952: Mountains and Sea

 

El punto de inflexión llegó después de un viaje a Nueva Escocia. Inspirada por su paisaje abrupto, Frankenthaler regresó a Nueva York y extendió un gran lienzo sin imprimar sobre el suelo de su estudio. En lugar de utilizar pinceles, diluyó sus óleos con trementina hasta hacerlos casi transparentes y los vertió directamente sobre la tela.

 

La pintura se impregnó en las fibras del lienzo, expandiéndose en formas orgánicas e imprevisibles. A veces inclinaba la superficie para guiar el flujo; otras, usaba esponjas o rodillos. El resultado fue Mountains and Sea (1952), una composición aérea de azules, verdes y rosados de más de dos metros de altura. Evocaba tierra y agua, pero de un modo etéreo, casi onírico, más cercano a la sensación que a la representación literal.

 

Los críticos, al principio, no supieron cómo reaccionar. La propia artista bromeaba diciendo que algunos veían en el cuadro “un enorme trapo de pintura, casual y sin terminar”. No se vendió. Sin embargo, su impacto entre los artistas fue inmediato. Frankenthaler recordaría más tarde la sensación del hallazgo:

“La pintura se fundió con la trama del lienzo y se convirtió en el lienzo. Y el lienzo se convirtió en la pintura. Esto era algo nuevo.”

La invención de un nuevo lenguaje visual

 

En aquella época, el Expresionismo Abstracto dominaba la vanguardia: era la era de los gestos heroicos y la pintura de gran fuerza física, una estética definida principalmente por hombres. La técnica de Frankenthaler representó una revolución silenciosa. Inspirada en el trabajo de Pollock en el suelo, pero rechazando su violencia gestual, creó algo más ligero, más fluido.

 

Su método del soak-stain transformó la pintura en algo inseparable del lienzo mismo: no una capa sobre la superficie, sino una sustancia absorbida por ella. No pintaba encima del lienzo; lo impregnaba de color.

 

Esa fusión propuso una nueva forma de entender la abstracción —centrada no en el gesto ni en la masa, sino en el color, la atmósfera y la permeabilidad. Su innovación fue sutil pero profunda: un puente entre el Expresionismo Abstracto y lo que pronto se conocería como el Color Field Painting.

La chispa que encendió un movimiento

 

En 1953, Clement Greenberg llevó a los pintores Morris Louis y Kenneth Noland —procedentes de Washington D.C.— al estudio de Frankenthaler. Allí vieron Mountains and Sea desplegado en el suelo y quedaron asombrados.

 

Louis describiría más tarde el cuadro como “un puente entre Pollock y lo que era posible”. De vuelta en Washington, tanto él como Noland comenzaron a experimentar con pintura diluida sobre lienzos sin preparar. Sus series posteriores —los Veil y Unfurled de Louis, y los célebres círculos y cheurones de Noland— se convirtieron en pilares del movimiento Color Field.

 

Estos artistas abandonaron la turbulencia del Expresionismo Abstracto para centrarse en amplias y serenas extensiones de color puro. Ambos reconocieron que la innovación de Frankenthaler había sido el detonante. Su estudio se convirtió, literalmente, en el lugar donde nació una nueva forma de pintura.

La evolución de la técnica soak-stain

 

Durante las décadas siguientes, Frankenthaler siguió perfeccionando su método. Hacia 1962 abandonó el óleo en favor del acrílico, que se absorbía de manera similar en la tela, pero se secaba más rápido y ofrecía colores más vivos y controlados.

 

Su obra The Bay (1963) ejemplifica su estilo maduro: una gran forma azul domina el lienzo, rodeada de veladuras translúcidas. La artista concebía el lienzo como un campo abierto, un espacio donde los colores podían “sangrar unos en otros” de forma orgánica.

 

Su enfoque inspiró a los críticos a acuñar nuevos términos. Greenberg introdujo el concepto de Post-Painterly Abstraction para su exposición de 1964, en la que incluyó a Frankenthaler junto a Louis, Noland y otros artistas. Este estilo enfatizaba la claridad, la apertura y el poder emocional del color mismo.

Una mujer en un mundo de hombres

 

El ascenso de Frankenthaler fue aún más extraordinario porque lo logró dentro de un entorno profundamente dominado por hombres. La llamada Escuela de Nueva York de los años cincuenta celebraba el “genio masculino”, y las mujeres eran con frecuencia relegadas a un segundo plano.

 

Frankenthaler se impuso por la originalidad de su pintura. Contaba con una sólida formación y confianza en sí misma, pero sobre todo con el coraje de innovar. Algunos críticos calificaban su obra de “bonita” o “decorativa”, términos que a menudo llevaban un matiz condescendiente cuando se aplicaban a mujeres. Ella se negó a aceptar tales etiquetas, reivindicando la belleza y la lírica como elecciones deliberadas.

 

“No hay reglas. Así nace el arte… Romperlas o ignorarlas: eso es la invención”,
afirmó una vez.

 

Su éxito allanó el camino para generaciones de mujeres artistas, desde Joan Mitchell hasta pintoras contemporáneas que siguen desafiando y redefiniendo la abstracción.

 

Vida personal y creación constante

 

En 1958, Frankenthaler se casó con el también pintor abstracto Robert Motherwell. Fueron conocidos como la “pareja dorada” del mundo del arte, célebres por sus reuniones donde las ideas fluían con tanta abundancia como el vino. Su matrimonio duró hasta 1971. Aunque ambos gozaban de reconocimiento, la identidad artística de Frankenthaler siempre se mantuvo independiente.

 

Durante las décadas de 1960, 70 y posteriores, continuó trabajando con una disciplina inquebrantable, explorando nuevos medios y soluciones formales. Cultivó la pintura, el dibujo y la obra gráfica con un espíritu de permanente experimentación.

Influencia duradera y legado en el mercado

 

La técnica del soak-stain de Frankenthaler transformó la pintura e influyó no solo en sus contemporáneos, sino también en varias generaciones posteriores. Artistas como Jules Olitski, Sam Francis y Richard Diebenkorn ampliaron sus ideas en sus propios lenguajes, explorando campos de color luminosos y composiciones abiertas.

 

Su influencia persiste en la abstracción contemporánea. Lo que en su día fue radical —verter pintura diluida sobre un lienzo en bruto, abrazar el azar— se ha convertido en un lenguaje común del arte, gracias a su ejemplo pionero.

 

El mercado del arte también ha reconocido su importancia. Grandes retrospectivas en el MoMA y el Whitney Museum consolidaron su prestigio, y en 2001 recibió la Medalla Nacional de las Artes. Sus obras han alcanzado precios crecientes en subasta, especialmente las de gran formato de los años setenta, apreciadas por su intensidad cromática y madurez. Los expertos de Sotheby’s han señalado que una nueva generación de coleccionistas se siente atraída por su obra no solo por su belleza, sino también por su relevancia histórica.

 

Frankenthaler fue asimismo una destacada grabadora. Su monumental xilografía Madame Butterfly (2000) está considerada una obra maestra del grabado contemporáneo. Realizada con 46 bloques de madera y 102 colores, mide más de un metro y medio de ancho y logra una sutileza y armonía extraordinarias —una muestra de su inagotable ambición creativa incluso en los últimos años de su carrera.

Un legado escrito en color

 

Helen Frankenthaler dijo una vez:

“Un cuadro realmente bueno parece haber sucedido de una vez. Es una imagen inmediata.”

 

Esa inmediatez es lo que hace tan poderosas sus obras. Se sienten frescas, espontáneas e inevitables, como si hubieran surgido de un solo gesto. Frankenthaler amplió el vocabulario de la pintura no rechazando el pasado, sino transformándolo.

 

Su legado está en todas partes: en los lienzos luminosos de los Color Field painters, en las técnicas de innumerables artistas contemporáneos y en las colecciones de museos y particulares de todo el mundo. Demostró que el color, por sí solo, podía transmitir emoción, y que la innovación podía nacer de un gesto suave y fluido más que de una proclamación estridente.

 

Aquel día de 1952, al verter pintura sobre un lienzo desnudo, Helen Frankenthaler cambió el curso de la historia del arte. Unió el Expresionismo Abstracto con el Color Field Painting, rompió barreras de género y dejó un legado que aún hoy brilla por su inteligencia, audacia y belleza lírica.

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